sábado, 9 de marzo de 2019

No hacía falta cubrirlo con un velo...

Hay demasiadas cosas que me hacen dudar cuando me pongo a pensar en escribir acerca de mí. Para empezar, no sé muy bien qué decir, porque a veces me da la sensación de que no me conozco del todo, y por eso no soy capaz de quererme lo suficiente para intentar conocerme siquiera. Es duro porque, con 40 años, llevo meses viviendo con un desconocido, al que casi le estoy cogiendo mas pena que cariño…

Y es que había construido mi vida en torno a la ridícula sensación de bienestar que me creaba haber dejado atrás aquello que me hacía daño, simplemente cubriéndolo con un velo que me impedía verlo, y dejando sobre ello miles de días hasta haber creído olvidarlo del todo. Pero un simple gesto, lo dejaba al descubierto, o a veces el velo no era lo suficientemente tupido, y un poco de viento me volvía a poner delante de las situaciones que nunca supe gestionar, y que han marcado mi existencia.

Para empezar por lo primero que recuerdo, fue la sensación de sentirme extraño en un sitio al que no pertenecía, donde no era nadie y donde era fácil hacerme sentir menos. Siempre he dicho que los niños eran crueles, y es precisamente por esa etapa de mi vida. Sólo hace 2 días que caí en la cuenta de que aquello nunca me ha dejado y me ha marcado. Sentí pavor cuando lo vi en la piel de uno de mis hijos. Juro que habría despedazado a cualquiera que le hubiera hecho daño, al que siquiera le hubiera mirado mal… Pero era un reflejo de lo que yo había sentido en su momento. Dolor, incomprensión, pero sobre todo miedo. Un miedo que no se va hasta hoy. Sobreponerme a ello, darle cariño y consejo a mi niño, me hizo darme cuenta de lo mucho que yo lo habría necesitado. Quizás todo hubiera sido distinto en mi vida si no lo hubiera permitido. Ahora solo me queda cerrar esa etapa de mi vida e intentar que mis chicos vivan mejor la suya. Es seguro que hará que ellos se quieran más. Que yo les quiera más es imposible.

El miedo de aquella época se tradujo en inseguridad. Nunca, y digo bien, nunca, fui capaz de decirle a una chica que me gustaba desde aquel campamento de verano unos años después. Esa risa aun resuena en mi cabeza, ese rechazo se ha quedado marcado en mis entrañas. Ni siquiera era mi tipo de chica, era la amiga de turno, que se deshacía en gestos de cariño hacia mí, pero supongo que como parte de un ritual dirigido a uno de mis amigos. Y vaya si lo sufrí. Fue la primera vez que utilicé el alcohol para pasar un mal trago y desde entonces ya no me sabe igual. Hace poco volví a sentir la burla y el dolor de entonces, en otro ámbito de mi vida. Volví a sentirme la marioneta de un plan más elaborado que ha acabado con uno de mis sueños, y en mi cabeza resuenan las risas de quienes lo celebran. Perdonar me va a costar, pero esa chica no tuvo la culpa de las malas decisiones que he tomado desde entonces. Quizás sí de que apague las penas con alcohol, aunque en eso, he mejorado: pasé del licor 43 con vainilla al Tequila reposado con limón sin gas…

Aun así, las personas que sentimentalmente han estado en mi vida en algún momento lo han hecho sin las palabras “quieres salir conmigo” o cualquier otra de sus variantes más mundanas. Y en parte me parecieron todas reales por como empezaron: una mirada, una caricia, un beso. Por eso en mi cabeza la “ella” de turno sólo podía ser la definitiva. Siempre había sido así. Nunca he sabido ni sé vivir el momento, pues planeo cada una de las situaciones pensando que la otra persona siente o piensa lo mismo. Siempre varios pasos por delante del ahora. Debí darme cuenta de que, en todos los casos, éramos personas distintas, con conceptos distintos de todo, distintas realidades y distintas vidas. Que si hicieron lo que hicieron conmigo fue porque podían y porque yo se lo permitía. Y no podré seguir adelante sin darme cuenta de que, si me engañaron, me dejaron o me olvidaron no fue por una maldad innata: fue porque eran personas libres y podían hacerlo. La culpa fue sólo mía por no aprender y darle ahora a todo una magnitud que no tiene. Por no saber medir y por no tener medida. Ni siquiera calculé el daño que yo mismo era capaz de hacer y eso me hace pensar que tengo exactamente lo que merezco. No todo fue malo, desde luego, y ni siquiera fui capaz de gestionar bien cuando llegó el amor de verdad. Supongo que reconocerlo y dar el paso fue uno de los momentos más duros de mi vida. Pero los cuentos solo acaban cuando los dejas de escribir. Y a mi me gusta escribir, aunque a veces duela.

Quizás por eso me sentía siempre bien rodeado de gente, cuantos más mejor. Tengo amigos, sí, aunque en realidad menos de los que creía. Y ahora que vienen mal dadas, me he dado cuenta de lo solo que estoy. No me quejo. Cuando se hunde una melé, los primeros que se sueltan son los terceras, los segundas caen intentando empujar y el pilier más débil se suelta para seguir de pie. Sueles acabar con la cabeza en el barro, sujeto a un compañero o a ninguno, con las cabezas de tus rivales apretando y sin posibilidad alguna de avanzar. A veces imagino que soy yo el del barro, y otras veces pienso que me solté y aun así no pude seguir de pie. Tengo que elegir mejor con quien me juego el siguiente envite, y conseguir al menos seguir de pie después del siguiente golpe. Porque eso es vivir: solucionar un problema tras otro.

Pero rodearse de gente no siempre es bueno. Sobre todo, si te pasa como a mí, que confías más de lo debido. A este momento de mi vida lo llamo “dependencia”: dependía de sentirme querido, de sentirme valorado y de “no ser” en vez de “ser”. Nunca calculé el precio de exponer mi vida a los demás, ya que nunca he utilizado ese tipo de información ajena. No podía imaginar que ser transparente me acabara trayendo problemas. Con la información das poder, a veces a quien solo finge entenderte, y a veces indirectamente a quien no te quiere bien. Dicen que la profesión mas antigua del mundo tuvo un hijo, y es el cotilleo. Malinterpretar las palabras o los hechos no es importante, lo grave es hacerlo malintencionadamente y con un fin. De nuevo no supe medir las consecuencias ni parar a tiempo. Los demás no son responsables: pues cada uno es libre de hacer lo que quiera con sus vidas y con la información que les llega. Vuelve a ser, de nuevo, error mío.

Pero no todo es malo, y si hay algo que me gusta del tipo con el que vivo ahora, es que sus hijos son lo primero. No puedo calcular lo que sería capaz de hacer por ellos, pero si de lo que ellos le hacen: calman sus peores días y llenan su pecho de orgullo (y sus ojos de lágrimas) entonando una frase del “All you need is love”. Con ellos el tiempo pasa de otra manera y olvida casi todo lo malo. Es difícil para alguien así no preguntarse el por qué de las cosas, pero va aprendiendo poco a poco a dejar que todos sean libres, incluso él. Supongo que eso da mucho vértigo darse cuenta de lo inútil que es el velo, de que hay tiempo para solucionar las cosas, pero no mucho, y que es mejor sufrir y aprender que dejarlo todo atrás sin resolver.

El plan de Leiva, de salir corriendo hasta que todo se arregle, tiene lagunas. Quizás sea momento de despertar e ir reparando las faltas una a una, de atrás a adelante. Porque por mucho que no nos demos cuenta, siempre habrá una brisa o un huracán que dejará al descubierto aquello que creímos olvidar. Entonces más vale tener una solución o volveremos a ese rincón del patio de colegio, donde ni las lágrimas de un niño que hablaba raro, ni las súplicas de quien sentía lástima, fueron capaces de parar los abusos ni los incontables golpes. Se pudo arreglar entonces. Se puede arreglar ahora.
No hacía falta cubrirlo con un velo...

No hay comentarios: