viernes, 1 de septiembre de 2017

Obedecer nunca fue tu fuerte

Hoy, no sé porque, no he tenido mi mejor día. He discutido con Gonzalo, Darío se ha dado un golpe fortísimo, y encima le he dado a otro coche mientras iba marcha atrás… Se podría decir que lo último que necesitaba era un ser peludo y negro, respirándome en el cuello y revolviéndose en el asiento hasta encontrar la postura correcta. Pero en el fondo de mi corazón, eso me habría venido muy bien hoy, hoy era uno de esos días, en los que añoro sentir su hocico respirando en mis pies y saber que hasta el peor de los días, se acaba.

Ya ha pasado un año, Turco, y aun no me he quitado de la cabeza esa mirada de despedida que me dedicabas mientras te decía que te quería, mucho, que me perdonaras y, que todo lo que se hacía a tu alrededor, se hacía por ti. En el fondo de mi corazón sé que es y ha sido lo mejor, que no hubiera soportado verte sufrir u oírte aullar por la noche de dolor. Pero esa mirada sigue clavada en mi retina y en mi pecho, y no parece que vaya a desaparecer.

Y es que lo más seguro es que prolongar tu compañía, solo hubiera supuesto innecesario dolor. Casi no podías andar, casi no comías y apenas tragabas unas gotas de agua. No es así como te recuerdo ahora, no es así como vives en mí… No creo que vuelva a aparecer en este mundo alguien con tu talento para el camelo o tu fidelidad. Formas parte de esta familia desde el momento que subiste las escaleras de la calle Jaén, y parte de mi vida desde aquella fatídica tarde que esquivando una temprana muerte, acabaste en casa “sólo por unos días”.

Hoy hubieras ladrado un par de veces y habrías evitado que Darío, en su ansia por empezar a andar, se hubiera subido donde no podía sujetarse… O pasando por allí, te habrías llevado el grito tú en vez de Gonzalo, y no habríamos entrado en ese bucle de cabreo que ha sido nuestro día. Y al final de la noche, habrías acurrucado tu cuerpo en mis pies, diciéndome que ya había pasado todo, y que mañana sería otro día.

No puedo negar que te echo de menos, pero al menos identifiqué las señales para que no tuvieras que sufrir. No podía permitirlo después de todo lo que me has dado: protección, cariño, compañía, amistad. Aunque lo duro de verdad para mí, ha sido éste verano. Aquella casa no es la misma sin oírte ir a la cocina a beber agua, arrastrarte bajo el sofá cama del salón o respirar en mi lado de la cama. No negaré que el último verano que fuimos juntos, tu y yo nos dimos cuenta que los paseos eran más cortos y entrar a la “Dolce” era un pequeño pero necesario suplicio. Cada rincón del Algarrobico echa de menos tu olisqueo y yo derramé una lágrima por cada segundo que allí pasamos juntos.

Desde que te fuiste, no he vuelto a ser la misma persona. No he cambiado, no quiero decir eso, pero no creo que vuelva a ser el de antes. Muy poca gente puede entender que, para mí, fue la primera pérdida cercana, que para mí no eras una mascota, sino parte de mi manada. De hecho somos ahora una manada porque tú nos lo has enseñado, y ten por seguro que mis hijos así lo sabrán. Por ese motivo, no está en mi cabeza ni en mi voluntad adoptar otro amigo como tú, porque cada vez que miro a tu rincón favorito y pienso en ti, una lágrima de pena y rabia baja por mi mejilla, porque me gustaría haber podido detener el tiempo, aquella tarde lluviosa en tu sitio favorito, “el paraíso de las pompas”, y que hubieras podido explotarlas una y otra vez por toda la eternidad.


Hace un año, las lágrimas no me dejaban ver que no era el único en sufrir. Ysa, y sobre todo Gonzalo, notaron tu partida y no supe estar a la altura, más bien era una carga más. Ya ha pasado un año y han pasado muchas cosas. Conoces a Darío, aunque no pudiste verle la cara… Te habría encantado su sonrisa y lo mucho que se fija en su hermano para todo. Gonzalo ya es un pequeño “adulto” que empieza en el cole de mayores… Lo que habría fardado allí contigo recogiéndole, no lo sabe nadie. Casi tanto como aquella tarde en la que, ya mayor y cansado, le plantaste cara a aquel perro enorme que se marchó al verte cuadrado entre él y el carro de Gonzalo. Ese día presumí de amigo, te dije que te quería y te ordené que no te marcharas nunca. No pudiste hacerme caso. Obedecer nunca fue tu fuerte.

jueves, 27 de julio de 2017

Gracias por la guitarra abuelo

Cuando abrí la funda, lo primero que me llegó hasta lo más profundo de mi ser, fue el olor. Pude claramente sentir su presencia. Se vino a mi cabeza su risa y, sobre todo, su voz. Me acostumbré a oírle cantar y cualquiera me pareció mediocre a su lado. Fue un momento muy intenso y, durante un breve instante, no me atreví a mancillar su memoria haciendo vibrar las mismas cuerdas que supo domar durante años. Pero lo hice, empecé a tocar y no pude parar durante un rato. Eran notas inconexas, sólo quería disfrutar del sonido de la guitarra. El sonido era limpio, y capaz de llevarme a otro tiempo donde me podía pasar horas con una guitarra en la mano, presumiendo de linaje y, si no me comparaban, también de voz. Esa voz que ahora echo tanto de menos…

No recuerdo exactamente cuando empecé a tocar la guitarra, sé que aprendí notas en Madrid, en el colegio, y que luego me pensé que ya podía tocar cualquier cosa y me engañé torpemente. Pero si recuerdo mi primer contacto con ella. Mi padre nos llevaba siempre al restaurante de mi abuelo, y allí actuaba él habitualmente para los comensales, y les hacía vivir un poco del norte del Perú en la capital.

“Los Mochicas” era un restaurante situado en el Jirón Carabaya, en el centro de lima, y como dije, era un trocito del norte del Perú en la capital. Más concretamente, de Chiclayo, la ciudad de la amistad, de donde procedemos todas las generaciones de Seclén que conozco. No parecía muy grande desde fuera, nada más entrar, veía una habitación cuadrada con una barra a la izquierda y un par de mesas para cuatro a la derecha. En la pared del fondo, una especie de arco que daba acceso a otra sala, rectangular y más grande, con mesas a ambos lados y un escenario al fondo. La pared de la izquierda daba a otro espacio rectangular, pero más estrecho, donde cabían un par de mesas más y unos aseos al fondo.

Hasta ahí, lo que la gente conocía del restaurante, pero a mí me gustaba más la parte de atrás. A la derecha del baño había una especie de cortinilla que daba acceso a un patio, cuyo principal atractivo, aparte del grifo para lavar los artilugios de cocina, el acceso a la cocina y la vista trasera de la habitación de mi tío Memo. De aquel altillo donde estaba la habitación, siempre salía buena música y la voz de mi tío (casi tan buena como la de mi padre) que inundaba aquel patio y llegaba hasta la cocina. Si, se accedía desde el patio y de ahí salían los mejores platos del Norte que jamás nadie había probado: seco de cabrito, espesado, arroz con pato, cebiche, lomo saltado, etc. Ese era territorio privado de Lute y de mi mamá Vilma, y aunque preferían que no revoloteara por ahí, era difícil alejarme de las ollas de comida.

De alguna forma, cada uno llevaba su parcela de forma independiente y ninguno se metía en lo del otro. La música llamaba a la gente, pero era la comida la que les hacía volver. Desde que recuerdo, tenía conciencia de que mis abuelos no estaban ya juntos. No sé que había pasado, ni me importa, pero seguían juntos en las reuniones familiares, cuando venían a sus hijos con los nietos y, aunque su relación era la que era, nunca hubo una palabra más alta que otra ni demostración pública de falta de afecto. Solo tengo en la cabeza la mirada de mi mamá Vilma, que te decía todo sin necesidad de abrir la boca. Ojalá pudiera sentir de nuevo esa mirada ahora, mientras escribo aquello que seguro no querían hacer público…

Mi abuelo llevaba ya muchos años en la música, y había sacado multitud de discos que incluso hoy se escuchan por la radio. Pero como todos los músicos, o al menos los que conocí en aquella época, necesitaba parar el espectáculo e interactuar con los comensales muy a menudo. Hacía intermedios entre canciones para decir sus “dichos”, adaptaba las canciones a los nombres o procedencia de la audiencia y cambiaba de repertorio también en esa función. Nunca vi ningún orden de canciones ni ensayos de su grupo, todo lo hacía por y para el público. Eran su motor y, sin que se dieran cuenta, hacía lo que quería con ellos. En uno de esos parones, me acerqué a aquel artilugio de madera y nylon que mi abuelo llevaba a todas sus actuaciones.

Fue precisamente allí donde toqué una guitarra por primera vez, no musicalmente, sino como objeto. Ya había visto lo que una era capaz de hacer, y no solo por mi abuelo, mis tíos y mi padre, sino por la retahíla de músicos que acompañaron a mi abuelo durante su vida musical. Tenían todos algo común, y no era su destreza, que muchos también poseían; era su sentimiento norteño. Mi abuelo se rodeaba de aquellos músicos que habían mamado la música criolla y que habían vivido en sus carnes la jarana de alguna fiesta en casa. De no haberlo visto con mis ojos, no habría creído la habilidad para tocar, algunas veces, en condiciones de sobriedad tirando a nulas… Creo firmemente que es ahí donde se diferencia un músico de alguien que toca un instrumento, en vivir la música.

Casi sin querer, me viene la cabeza Gonzalo, cuando en un descuido, coge la guitarra de la habitación y me pide que toque “envolviendo” (una canción infantil), o me pide subir a las rodillas para tocar él un poco. Debió ser algo así aquel día en la actuación del restaurante, porque rápidamente un adulto se acercó y evitó el desastre que hubiera sido golpear o romper la guitarra. Pero mi abuelo dijo que su nieto y heredero tenía el derecho a tocar lo que quisiera, y se alegró que aquello que era su seña de identidad, me llamara tanto la atención. Intentaré no perder nunca el recuerdo infantil del restaurante, incluso de las “presencias” que sentí allí siendo ya mayor, porque ese recuerdo hace que sea quien soy ahora.

En 2006, vi de nuevo el restaurante… Se había convertido en una aticuchería. Las catedrales de Pisco Sour que nos bebimos en la plaza de armas, antes de pasar por ahí, no ayudaron a retener las lágrimas de rabia recordando todos los buenos ratos que pasé entre esas paredes: las tardes después del colegio, los fines de semana fingiendo ser un camarero y las noches que me dejaban viendo actuar a mi abuelo. Maldije cada metro de aquel negocio, como si la nueva actividad tuviera la culpa de llevarse mis recuerdos. No, no lo he vuelto a ver. Han pasado 10 años, lo mismo es hasta otro negocio, pero hoy la nostalgia más que nunca me hace querer volver y ver en que se ha convertido uno de mis lugares favoritos…

Mi padre tenía una guitarra en casa desde que tengo uso de razón, siempre ha habido una. En cada reunión familiar a la que íbamos, da igual donde, siempre aparecía. Lo habitual era que mi abuelo o mis tíos la llevaran y se tocara lo que se pidiera. Pero en el resto de mi familia también había talento. A mí, lo que me más gustaba era cantar y que me acompañaran con arpegios y acordes (aunque entonces no conocía esos nombres). Si había una oportunidad de destacar en alguna fiesta familiar o en alguna reunión del colegio, allí que me presentaba yo, voz en ristre a recibir aplausos y alabanzas. A eso me acostumbró mi abuelo, al reconocimiento por el talento y el buen hacer en la música. No puedo juzgar yo mis actuaciones infantiles, pero los ojos de orgullo de mi padre y abuelo me hacían pensar que no lo hacía mal del todo.

Para mí, los aplausos eran vida. Quizás por eso llevo persiguiendo la aprobación de mi familia, mujer y amigos de casi todo lo que hago. No me siento orgulloso, sólo lo acepto e intento cambiarlo. A veces pienso que perder los aplausos del público por dejar de actuar, fue lo que apagó poco a poco a mi abuelo, aunque nunca dejó de tenerlos, su salud le hizo dejar de actuar poco a poco. Con él, nacieron “Los Mochicas del Perú”, y con él tenían que terminar. Dudo que surja otro talento igual. Espero que las nuevas generaciones me quiten la razón. Intentaré abrir la funda más a menudo, y volver a pensar en mis abuelos. Os quiero. Gracias por la guitarra abuelo.


lunes, 5 de junio de 2017

Ahora sí que estoy con pena

No recuerdo bien el número del autobús, ha pasado mucho tiempo. Solo recuerdo que me llevaba de la rotonda de Juan Pablo II en Bellavista, hasta el colegio San Agustín en San Isidro. Todas las mañanas cogíamos ese bus (cuando por motivos que ya no recuerdo mi madre dejó de llevarnos a clase…) que era de los más modernos de la lima de finales de los 80: no tenía cobrador propiamente dicho, lo hacía el propio conductor, y no estaba atestado de gente; claramente eran otros tiempos…

Tantas veces hicimos ese camino mi hermano Jose y yo, que descubrimos rutas alternativas, no siempre más rápidas, y desde luego no más baratas… Pero hacía que llegáramos a casa más tarde. Quizás no lo quiero recordar, pero nunca teníamos prisa por llegar a casa, éramos tan jóvenes que disfrutábamos del viaje…

Una de esas rutas, nos hacía pasar por el restaurante de mis abuelos, en el Jirón Carabaya. Los mejores momentos los he pasado allí, y aunque la oscuridad muchas veces me jugaba malas pasadas, me encantaba ir a la cocina y picar de todo lo que allí se había preparado para vender… Más de una vez tuvieron que venir a buscarnos porque se nos hacía muy tarde allí, pero nos gustaba pasar ratos agradables allí, jugando, corriendo entre las mesas y tomando refrescos y chifles sin límite…

Especialmente recuerdo una de las veces que no fuimos a clase porque llegamos tarde. La puerta del colegio estaba ya cerrada y no te dejaban entrar, así que nos fuimos donde no nos buscarían: al restaurante. Pero a esas horas de la mañana estaba aún cerrado, por lo que llamamos a casa de mi mamá Vilma que era la casa de al lado. Nos abrió, pero lejos de reprendernos, nos advirtió de la inminente llegada de mi padre. Sólo nos dio tiempo a meternos debajo de un armario, con mochilas y todo, mientras ella corrió a la cocina a preparar el desayuno.

Mi padre conserva la misma forma de caminar desde que tengo uso de razón. Paso firme, rápido y una frenada con 3 deslizamientos de suela que, aunque sus hijos hemos intentado emular, no hemos sido capaces. El sonido de esos pasos tenía muchos significados para mí (la mayoría de veces, según mi comportamiento), en esa ocasión lo que sentí fue pánico: yo no debía estar ahí, no debí haberme llevado a mi hermano allí (aunque no fue precisamente a rastras), y no debí involucrar a mi mamá Vilma en esto. Me había metido en un buen lío.

Justo cuando pensaba salir y confesar, con lágrimas en los ojos, escuché la conversación entre mi padre y mi mamá Vilma. La naturalidad con la que esa mujer convenció a su hijo de lo agradable de su visita, que si iba a venir a comer, que si sabía lo último de su padre (mi abuelo) y de la cantidad de trabajo que tendría acumulado por venir a visitarla… “Vaya nomás a trabajar hijo, más tarde viene y le preparo el almuerzo…” Todo para que se marchara en menos de 20 minutos y pudiéramos salir, desayunar y “arrancar corriendo en un colectivo a casa que si no al final me van a castigar hasta a mi…”

No voy a olvidar que me enseñó a hacer arroz en tu estancia en Madrid (mis hermanos aun lo envidian y sólo Ysa ha conseguido superarme), que fue mi madrina de bautismo y que, hasta ahora, cada vez que me veía, me preguntaba si estaba de pena, porque se me veía muy flaquito… No mamá Vilma, no voy a olvidar el tipo de mujer que fue usted, ni lo feliz que hubiera sido de tener a mis hijos en sus brazos. No voy a dejar de preguntarme un segundo porque no la llamé siempre que tuve ocasión, y porque en un mismo año la he perdido a usted igual que a mi papá Nico. No.


Sólo me quedará el consuelo de saber que ese día mintió por mí y por mi hermano, que nunca se supo hasta hoy y que siempre pude confiar en usted. Hasta siempre mamá Vilma. Ahora sí que estoy con pena.

martes, 14 de febrero de 2017

Mis cumpleaños no volverán a ser lo mismo...

Precisamente ahora pensaba en cuando sería el momento adecuado, en si sería capaz o si me vendría abajo. La verdad es que escribir 2 líneas me ha costado menos de lo que esperaba, pero será el resto lo que determine si fui o no capaz…

Hace 10 días mi abuelo Nicolás dejó de sufrir. Hace 10 días se incrementó el dolor que llevaba semanas gestando dentro y que me dejó sin aliento durante unos instantes. Unos días antes, una complicación ademas de su enfermedad le hizo dejar de ser quien fue, pero el egoísmo inconsciente del ser humano lo retuvo unos días más hasta que su cuerpo dijo basta. Ahora descansa, pero su fuerza y su recuerdo me invade día tras día.

Mi abuelo cambió su Chiclayo natal por la ciudad de Lima allá por el año 1958, y fue con mucho trabajo que salió adelante con lo que mejor sabía hacer: música. Más de 30 discos avalan su trayectoria y el mundo de la canción criolla llora su partida. Pero a mi solo me queda el consuelo de saber que, una décima parte de su talento, sigue viva en sus hijos, nietos y bisnietos…

Cuando mis padres decidieron cruzar el charco, no era consciente de la cantidad de cosas que iban a cambiar. No solo me refiero a lo mucho que iba a fardar en el colegio habiendo viajado en avión desde tan lejos, o lo bien que entendía el inglés por las semanas que pase con mis tíos en NY… Me refería a que asentar mi vida a tanta distancia, me repercutiría mucho, y más adelante, pero aun no era consciente de ello…

Mi tio Memo falleció siendo Paloma muy pequeña, antes de regresar a Perú la primera vez. La noticia me dejó tan impactado, que no pude llorar hasta años después, delante de su tumba y aun siendo un niño. Ese fue el primer golpe que se llevó mi papá Nico, directo a su sueño de continuidad con el grupo, el dolor que un padre nunca debería sufrir y que ahora entiendo en magnitud. Yo no sería tan fuerte. Quizás por superstición o por cobardía, pensando en todo ello entenderás que ninguno de mis hijos se llama Guillermo…

En muchos sentidos recuerdo aquella época con mayor claridad, no solo por la edad, sino por la cantidad de tiempo que pasamos juntos mi abuelo y yo. Disfruté mucho de su risa, su carácter, su guitarra y su mundo… quizás inconscientemente me vi en su lugar, haciendo lo que él hacía: habitualmente yo actuaba en el colegio, en reuniones familiares y en alguna actuación de mi abuelo. Veía el orgullo en sus ojos y aquello le animaba poco a poco a salir de pozo… Siempre esperó algo más de mi, siempre quiso que me hiciera cargo del grupo, incluso alguna vez fueron propuestas sólidas y con un plan… siguiendo mi vida en España y con giras un par de veces al año… pero no lo hice.

No me arrepiento, pero se que le decepcionó mi negativa, se que un poco de su orgullo por mi se quedó por el camino, por eso le pedí a mi prima que al dejar sobre su féretro la rosa a mi nombre, le pidiera perdón. Perdón por decepcionarle, por no haber estado allí con él, por no haberle visto cara a cara en los últimos 7 años, por no llamar suficientes veces (incluso habiéndomelo pedido) y por dejar que pasaras muchos días olvidado en un cuartucho del jirón de la Soledad, en Lince, viendo agotarse tu tiempo…

Mi querido Papá Nico...

Me diste tu bendición con Ysa, de quien dijiste que el destino la puso en mi camino. Te pareció magia que pasara sus veranos entre algarrobos como los de tu tierra, y que naciera el mismo día que cantabas como nacimiento del Tondero. Te prometo que la próxima vez la llevaré a Chiclayo, cuna de los Seclén, con mis hijos a darte el cariño que te mereces; para que conozcan donde comenzó todo. Gonzalo y Darío sabrán de ti, me encargaré de ello. No los viste en persona pero las tecnologías nos permitieron vernos y saludarnos, mientras alababas los rasgos “Seclén” de cada uno de ellos. Te prometo que conocerán tu historia y, sobre todo tu música, aquella que me escapaba a oír escondido en el radiocasete del coche de mis padres y ahora lloro cada vez que suena en mi móvil.

En 1992 tuve el privilegio de acompañar a “Los Mochicas del Perú” a la Expo de Sevilla, allí vi a mi tío Richard y a mis padres compartir escenario contigo, te vi arrasar en la Cartuja delante de un público entregado y sentí el orgullo que ahora está más vivo que nunca en mi corazón. Sólo tenía 14 años y llevaba un poco más de 2 sin verte, en tu único viaje a España. Todavía recuerdo las veces que me pediste que te trajera conmigo, que sólo necesitabas un poncho, al que llamabas disfraz, y una guitarra para reconquistar España entera…

Hay tantas cosas de las que no quiero olvidarme, que me olvido de lo mas importante. De aquella tarde de 1985 cuando aparecías por la casa que teníais en el jirón Carabaya, silbando, con la guitarra en la mano, a pocos días de nuestro cumpleaños. Trajiste algo en una bolsa que le diste a mi mamá Vilma y ella aceptó de mala gana (entonces no sabía que estabais separados). Hablasteis de algo intrascendente y yo le pregunté a ella si ya te había perdonado. Te miró con esa mirada altiva que te analizaba de arriba abajo y dijo que no. Sonreíste y me dijiste: “Ya vamos por buen camino, hijito, esta noche seguro que dormimos espalda con espalda”

Así eras papá Nico, todo alegría y buen humor. Con su grito de guerra "Achica, achica... Mochica". Muchos dirán que en eso nos parecemos, también en lo presumido y en lo sociable. Pero lo que no saben es que también nos parecemos en otra cosa, en que ambos dejábamos la guitarra en la puerta al llegar a casa y nos comíamos la pena o los problemas solos. Por suerte, Ysa y los chicos me sacan de ese estado rápidamente, como seguro hacían mis tíos contigo. Y cogías la guitarra de la puerta y tocabas también dentro de casa.

Por todo eso lo que mas me duele es que casi no recuerdo haber pasado cumpleaños contigo. Recuerdo haberte llamado, felicitarte y ver como cada vez te costaba más recordar que también era el mío. Me gustaba decir que no podía ser casualidad que 52 años después de nacer tú, naciera otro Nicolás, y que el destino nos quería decir algo con todo eso… Pero ya no será así. Tendré que acostumbrarme a oírte sólo desde mi móvil, a verte solo en vídeos y a cantar tus canciones maldiciendo tener sólo la décima parte de tu voz. Porque en 2010, en el avión de vuelta a Madrid, le dije a Ysa entre lágrimas que temía no volver a verte, y así fue. Ahora ya no estás físicamente, pero eres para todos eterno, eres un Mochica Inmortal. Estás presente en todos los que te conocieron y tu recuerdo aparecerá en cuanto alguien afine una guitarra... Te echaré de menos sobre todo porque llevaré siempre una parte de ti. Y porque a partir de ahora, mis cumpleaños no volverán a ser lo mismo…

Nicolás Seclén Sampén (1926-2017)
Te quiero abuelo, descansa en paz.

viernes, 13 de enero de 2017

Ahora sé que mi futuro mejora por momentos.

A veces no nos damos cuenta de las cosas por la distracción de otras que, a pesar de su apariencia, no son suficientemente importantes. Lo fácil sería ignorarlas e intentar seguir adelante con todo, pero me da la sensación que ésta vez no va a poder ser así.

Ayer prometí a Ysa por enésima vez algo que lamentablemente es ya recurrente en nuestras conversaciones. Ésta vez lo hice un poco más en serio y con el corazón en la mano: mis hijos lo son todo para mi y jamás les pondré en la situación en la que llevo ya 23 años. No quiero decir que no les deje vivir su vida, sólo que con mis acciones no les “ayudaré” a empeorarla. Y es que, a pesar de todo, la vida sigue; en este caso empieza. Si os habéis fijado, un poco más arriba, dice “mis hijos”; eso es porque el último regalo de 2016, fue mi pequeño Darío.

Nada nos hacia sospechar que ese sería el día, ni muchísimo menos. Llevábamos un par de días con molestias, pero nada que reseñar. Aquella mañana, después de la visita al parque que Gonzalo hizo con su prima, decidimos que era momento de ir al hospital. No hizo falta insistir, mi hermano Jose se plantó en casa en menos de media hora y se quedó con un Gonzalo que echaba aun la siesta sin saber que sus padres estaban a punto de empezar una nueva aventura en el que él sería una pieza imprescindible...

Falsa alarma. Si, teníamos contracciones... y si, empezaba el trabajo de parto, pero aun era pronto para ingresarnos, así que nos mandaron para casa. Decidimos que Gonzalo pasaría la noche con sus abuelos y nos prepararnos para lo que seguro sería una larga noche... Hace mucho tiempo, cuando pensaba viajar al día siguiente, pasaba la noche casi en vela, preparando maletas y cosas porque ya descansaría en el avión. Pues mi intención era la misma, una película, una cena, series y al hospital de madrugada. Sólo pude cumplir la última parte (si es que ya no mando nada), cenamos pronto y nos fuimos a la cama.

El dolor se hizo intenso y a eso de las 3:30 nos preparamos para ir al hospital. Cogimos un Uber y nos plantamos en la maternidad de O`Donnell. La sensación fue de tranquilidad y total control de la situación, no como la primera vez. No es que fuera más confiado, es que no me pillaba nada de sorpresa. Aún así, sentía el gusanillo en el estómago y los nervios que vienen cuando esperas algo con muchas ganas...

A las 4:00 llegamos y a las 4:20 ya nos dijeron que nos quedábamos, pero ésta vez íbamos directamente a la sala de partos. Eso trastocaba mis planes... ¿No habría paseos, ni duchas calientes ni saltos en la bola gigante? Pues no, ya no eras un joven a punto de tener su primer hijo, eres un padre responsable a punto de tener el segundo y se acabaron los juegos. Yo creo que fue el pensamiento compartido por la mayoría de los que allí pernoctábamos, porque todos confiaban en que Ysa y yo sabíamos exactamente que hacer en todo momento, y no se si era estrictamente así o teníamos una idea de por donde iban los tiros...A diferencia de la vez anterior, me sorprendió muy positivamente el personal médico que nos atendió esta vez en ambos turnos. Fueron amables, cariñosos, cercanos y muy profesionales; algo que no es habitual y que te transmite tranquilidad en un momento tan delicado y vulnerable para los padres.

Al poco tiempo de acomodarnos, apareció mi hermano Edu. Estaba emocionado, contento y así me lo transmitió. Habría que tener en cuenta que eran las 5:30 de la mañana y estaba seguro volviendo a casa y se enteró de camino, pero verle tan emocionado me hizo darme cuenta que era un momento importante para mi, pero también para los que me rodean. No le agradecí lo suficiente el hecho de estar, pero él sabe que siempre tendrá un lugar especial en la historia de Darío. Pocos minutos después que Edu, y también emocionado, mi hermano Nacho: alguien que no ha faltado a ninguna de las 2 citas con la maternidad que hemos vivido hasta ahora; había salido a hurtadillas de la cama, dejando a Jara adormilada preguntándose “¿Qué diantres hace y donde irá si en un rato nos vamos a la sierra a pasar la nochevieja?”. Me imagino la cara de la pobre al ver que lo que hacía era ir a verme el hospital... Darío no estaba dispuesto aun a nacer y me parecía innecesario tenerles esperando y luego no poder hacerles mucho caso, así que les mandé para casa.

Ya sólo quedábamos 2/3 de la manada, el momento se acercaba, y la epidural hizo su magia. Aún nos quedaba un ratillo, y ya no pudimos conciliar el sueño. Cuando todo estaba listo, los fantasmas del pasado me rondaron y esperaba el momento en el que me iban a echar fuera de la sala. Nada más lejos. Ahí estuve, todo el tiempo, vi salir la cabeza, con su vuelta de cordón, los hombros, el resto del cuerpo... Pero sólo podía pensar en la maravilla que acababa de ocurrir y en la suerte que tengo de compartir la vida con una mujer tan valiente y que es capaz de hacer cosas como estas. No es que cambiara mi concepto de ella, es que ahora valoro más cada decisión que toma en algunos momentos y lo excepcional de sus acciones bajo presión. Esta claro que esa determinación es cosa solo de mujeres, y valoro mucho a quienes han tenido o piensan tener hijos.

Y así llegó al mundo, tardó en llorar, pero fue una melodía que aun no me puedo quitar de la cabeza, fue grande como su hermano, pero con diferente luz y la misma armonía. No me importó que fueran las 11:20 de la mañana del 31 de Diciembre de 2016, tampoco que me tocara tomar las uvas en el hospital ni que se esfumaran cábalas de días de baja que al estar en paro no disfrutaría. Fue esa mirada de nuevo, esa pequeña mano sujetándome otra vez, haciéndome revivir la historia que me empezó a cambiar, y ha hecho de mi lo que soy ahora.

Quizás por eso, porque ahora soy padre, veo las cosas de otra manera. Quizás sea exceso de celo en lo que quiero para mis hijos (sobre todo lo que no quiero) o intento hacer prácticas las situaciones que a simple vista no lo son tanto. Quizás esté equivocando o simplemente no soy capaz de ver la necesidad de seguir insistiendo en lo mismo... o quizás es solo que en mi cabeza, vuelvo a mirar en la cuna a mi hermano Edu, llorando sin motivo. Veo en los ojos de Jose la misma mirada que ahora veo en Gonzalo y me da rabia pensar que algún día mis acciones puedan siquiera separarlos por un segundo. Me da miedo que no se comprendan y que por mi culpa se vean enfrentados. Porque cuando Edu dejó de llorar, miré a Jose y sentimos que éramos uno más. Lo mismo cuando nacieron mis hermanas, siempre hemos sido todos parte de un único todo. Gonzalo y Darío son ese todo ahora, y no me gustaría que de aquí, a casi 40 años, paguen los platos rotos de malas decisiones mías o de su madre. Porque solo hay algo peor que equivocarse. Repetirlo. No puedo arreglar el pasado, pero no pensaré mas en ello. Ahora sé que mi futuro mejora por momentos.