martes, 26 de octubre de 2010

Morriña

Cuando pasan cosas importantes en tu vida, sientes la necesidad de recordarlas… pero no es lo mismo. Sabes de sobra que jamás será lo mismo, y eso es lo que te produce nostalgia. Es una sensación de angustia y de ahogo, por no poder hacer inmediato lo vivido días atrás… por eso dicen que, con el tiempo, se va superando… porque el recuerdo es más leve y se va diluyendo de tu mente poco a poco.

A mi me está costando más que de costumbre (eso pensamos todos) olvidarme de las tardes de Lima, de sus edificios grises y de los paseos por la inmensa ciudad que me vio nacer. Igual de rápido vienen a mi memoria las mañanas frías de Cusco, preparándonos para subir a Machu Picchu o visitar el valle sagrado. Por no hablar del sofocante calor de Tarapoto y el paseo por la Laguna Azul (increíble por paisaje y por la coincidencia de mis padres en el viaje). Tampoco es fácil olvidar los desayunos, ya que en Madrid casi nunca lo hago… Pero no solo recuerdo los desayunos en Perú, recuerdo Perkins, en West Palm Beach, donde el desayuno parecía más una comida por lo abundante y por lo bueno que estaba todo, y los desayunos en New Jersey antes de salir hacia New York a recorrer Manhattan…

La primera vez que subes al mirador, en Machu Picchu y contemplas lo que el hombre fue capaz de hacer en un paraje tan inaccesible, hace que te sientas muy pequeño… Igual de pequeño que en las Dunas de la Laguna Huacachina, que parecen no tener fin… Pequeño ante las cristalinas playas de West Palm Beach o los interminables edificios de Manhattan vistos desde el Empire State Building. Pero pequeño, lo que se dice pequeño, es como te recuerdan todos los familiares que vienen a verte en cualquier celebración. Para ellos el tiempo no debió haber pasado para ti. O no tan deprisa. Cuando te das cuenta de la cantidad de gente que es tu familia, empiezas a echar en falta eso que nunca se te ocurrió que te faltaría: un tío, un primo e incluso un sobrino que te haga comprender que eres una pequeña parte de una gran familia…

Creo que en el fondo es eso lo que más extraño estos días. Ni Lima, ni Cusco, ni Manhattan, ni Pucallpa (o Charlotte), ni Miami, ni ningún sitio: a quienes echo de menos es a mi familia. No mi familia de Siempre que son mis hermanos y mi madre a los que tengo la suerte de tener a mi lado; ni la familia que formamos Ysa y yo (y Turco); sino las personas a las que me une un lazo fuerte se sangre y a las que me cuesta bastante ver tan seguido como quisiera. A mi padre, a mis abuelos, a mis tíos, a mis primos, a los que me dicen que son mis tíos (aunque Ysa no lo comprenda) y a los amigos que hicieron que estas vacaciones, hayan sido las mejores de toda mi vida… Es a ellos a los que echo de menos.

La ventaja de tener “trocitos” de uno mismo esparcidos por el mundo, es que, en algún momento, decides hacer lo imposible por ir a verlos. Si no puedes, los recuerdas con mucha fuerza, casi como si estuvieras allí. A este sentimiento de añoranza, melancolía, nostalgia, tristeza o pena, es lo que los gallegos conocen como Morriña y es precisamente lo que siento desde que regresé: Morriña.

jueves, 21 de octubre de 2010

Adoro las tardes lluviosas

Era una lluviosa tarde de domingo del mes de Octubre del año 2000. Ya había intentado un par de veces acercarme a ella más de la cuenta, pero no me salió bien del todo… aun no lo comprendo, en mi cabeza estaba bastante claro que quería algo conmigo… pero creo que no en ese momento…

Yo estaba en mi antiguo kiosco de la calle Ríos Rosas, en la esquina con Santa Engracia, cerquita de cuatro caminos. Era un pequeño negocio que me daba suficientes réditos para mis caprichos y demás, aunque nunca lo suficiente para vivir, por lo que trabajaba en Telepizza a tiempo parcial (el alquiler de mi casa debía pagarse si o si). El caso es que esa tarde apareció en mi kiosco… Iba bastante abrigada, por el frío; no recuerdo exactamente lo que me dijo cuando me vio, solo se que sus enormes ojos marrones me hicieron abrir enseguida la puerta del kiosco y dejarla pasar para que no se moje.

Si alguno conoce el kiosco, o ha estado ahí alguna vez, sabrá que dentro no es precisamente un palacio. Había una pequeña silla donde estaba sentado y le ofrecí sentarse en mis rodillas (no, si tonto no soy del todo), hablamos un poco de banalidades y me enseñó su funda del móvil (era un avión morado); jugué a hacerla despegar y me besó. El tiempo se detuvo un instante e intenté atrapar en mi mente ese minuto… Recuerdo el viento haciendo vibrar la puerta del kiosco, mi mano derecha en su cintura sin perder ni por un segundo su sitio, mi rodilla derecha haciendo de banco que se mantuvo firme a pesar de temblar, mis ojos cerrándose y mis pupilas dilatándose de incredulidad, mi mano izquierda sujetando firmemente el avión, y mis labios pronunciado un “Si lo se, lo hubiera hecho antes”, a veces me pregunto si no hubiera sido mejor estar callado…

Han pasado 10 años desde aquella tarde y quizás haya perdido detalles de mi recuerdo, pero desde un rincón de Paterson (New Jersey) repetimos ese beso hace unos días. También llovía esa tarde/noche y celebrábamos algún cumpleaños más, pero sobre todo, festejábamos que 10 años después seguíamos juntos, que nuestras vidas cambiaron y se forjaron en torno a nuestra relación, y que no creo que exista fuerza capaz de separarnos…

Volví a mirar el calendario, como hace 10 años, para recordar el día y no poder equivocarme: Era 15 de Octubre.