Cuando abrí la funda, lo primero que me llegó hasta lo más
profundo de mi ser, fue el olor. Pude claramente sentir su presencia. Se vino a
mi cabeza su risa y, sobre todo, su voz. Me acostumbré a oírle cantar y
cualquiera me pareció mediocre a su lado. Fue un momento muy intenso y, durante
un breve instante, no me atreví a mancillar su memoria haciendo vibrar las
mismas cuerdas que supo domar durante años. Pero lo hice, empecé a tocar y no pude parar durante un rato.
Eran notas inconexas, sólo quería disfrutar del sonido de la guitarra. El sonido era
limpio, y capaz de llevarme a otro tiempo donde me podía pasar horas con una
guitarra en la mano, presumiendo de linaje y, si no me comparaban, también de
voz. Esa voz que ahora echo tanto de menos…
No recuerdo exactamente cuando empecé a tocar la guitarra,
sé que aprendí notas en Madrid, en el colegio, y que luego me pensé que ya
podía tocar cualquier cosa y me engañé torpemente. Pero si recuerdo mi primer
contacto con ella. Mi padre nos llevaba siempre al restaurante de mi abuelo, y
allí actuaba él habitualmente para los comensales, y les hacía vivir un poco
del norte del Perú en la capital.
“Los Mochicas” era un restaurante situado en el Jirón
Carabaya, en el centro de lima, y como dije, era un trocito del norte del Perú
en la capital. Más concretamente, de Chiclayo, la ciudad de la amistad, de donde procedemos todas las generaciones
de Seclén que conozco. No parecía muy grande desde fuera, nada más entrar, veía
una habitación cuadrada con una barra a la izquierda y un par de mesas para
cuatro a la derecha. En la pared del fondo, una especie de arco que daba acceso
a otra sala, rectangular y más grande, con mesas a ambos lados y un escenario
al fondo. La pared de la izquierda daba a otro espacio rectangular, pero más estrecho,
donde cabían un par de mesas más y unos aseos al fondo.
Hasta ahí, lo que la gente conocía del restaurante, pero a
mí me gustaba más la parte de atrás. A la derecha del baño había una especie de
cortinilla que daba acceso a un patio, cuyo principal atractivo, aparte del
grifo para lavar los artilugios de cocina, el acceso a la cocina y la vista
trasera de la habitación de mi tío Memo. De aquel altillo donde estaba la
habitación, siempre salía buena música y la voz de mi tío (casi tan buena como
la de mi padre) que inundaba aquel patio y llegaba hasta la cocina. Si, se
accedía desde el patio y de ahí salían los mejores platos del Norte que jamás
nadie había probado: seco de cabrito,
espesado, arroz con pato, cebiche, lomo saltado, etc. Ese era territorio
privado de Lute y de mi mamá Vilma, y aunque preferían que no revoloteara por
ahí, era difícil alejarme de las ollas de comida.
De alguna forma, cada uno llevaba su parcela de forma
independiente y ninguno se metía en lo del otro. La música llamaba a la gente,
pero era la comida la que les hacía volver. Desde que recuerdo, tenía
conciencia de que mis abuelos no estaban ya juntos. No sé que había pasado, ni
me importa, pero seguían juntos en las reuniones familiares, cuando venían a
sus hijos con los nietos y, aunque su relación era la que era, nunca hubo una
palabra más alta que otra ni demostración pública de falta de afecto. Solo
tengo en la cabeza la mirada de mi mamá Vilma, que te decía todo sin necesidad
de abrir la boca. Ojalá pudiera sentir de nuevo esa mirada ahora, mientras
escribo aquello que seguro no querían hacer público…
Mi abuelo llevaba ya muchos años en la música, y había
sacado multitud de discos que incluso hoy se escuchan por la radio. Pero como
todos los músicos, o al menos los que conocí en aquella época, necesitaba parar
el espectáculo e interactuar con los comensales muy a menudo. Hacía intermedios
entre canciones para decir sus “dichos”, adaptaba las canciones a los nombres o
procedencia de la audiencia y cambiaba de repertorio también en esa función. Nunca
vi ningún orden de canciones ni ensayos de su grupo, todo lo hacía por y para
el público. Eran su motor y, sin que se dieran cuenta, hacía lo que quería con
ellos. En uno de esos parones, me acerqué a aquel artilugio de madera y nylon
que mi abuelo llevaba a todas sus actuaciones.
Fue precisamente allí donde toqué una guitarra por primera
vez, no musicalmente, sino como objeto. Ya había visto lo que una era capaz de
hacer, y no solo por mi abuelo, mis tíos y mi padre, sino por la retahíla de
músicos que acompañaron a mi abuelo durante su vida musical. Tenían todos algo
común, y no era su destreza, que muchos también poseían; era su sentimiento
norteño. Mi abuelo se rodeaba de aquellos músicos que habían mamado la música
criolla y que habían vivido en sus carnes la jarana de alguna fiesta en casa. De no haberlo visto con mis ojos,
no habría creído la habilidad para tocar, algunas veces, en condiciones de
sobriedad tirando a nulas… Creo firmemente que es ahí donde se diferencia un
músico de alguien que toca un instrumento, en vivir la música.
Casi sin querer, me viene la cabeza Gonzalo, cuando en un
descuido, coge la guitarra de la habitación y me pide que toque “envolviendo”
(una canción infantil), o me pide subir a las rodillas para tocar él un poco.
Debió ser algo así aquel día en la actuación del restaurante, porque
rápidamente un adulto se acercó y evitó el desastre que hubiera sido golpear o
romper la guitarra. Pero mi abuelo dijo que su nieto y heredero tenía el
derecho a tocar lo que quisiera, y se alegró que aquello que era su seña de
identidad, me llamara tanto la atención. Intentaré no perder nunca el recuerdo
infantil del restaurante, incluso de las “presencias” que sentí allí siendo ya
mayor, porque ese recuerdo hace que sea quien soy ahora.
En 2006, vi de nuevo el restaurante… Se había convertido en
una aticuchería. Las catedrales de
Pisco Sour que nos bebimos en la plaza de armas, antes de pasar por ahí, no
ayudaron a retener las lágrimas de rabia recordando todos los buenos ratos que
pasé entre esas paredes: las tardes después del colegio, los fines de semana
fingiendo ser un camarero y las noches que me dejaban viendo actuar a mi
abuelo. Maldije cada metro de aquel negocio, como si la nueva actividad tuviera
la culpa de llevarse mis recuerdos. No, no lo he vuelto a ver. Han pasado 10
años, lo mismo es hasta otro negocio, pero hoy la nostalgia más que nunca me
hace querer volver y ver en que se ha convertido uno de mis lugares favoritos…
Mi padre tenía una guitarra en casa desde que tengo uso de
razón, siempre ha habido una. En cada reunión familiar a la que íbamos, da
igual donde, siempre aparecía. Lo habitual era que mi abuelo o mis tíos la
llevaran y se tocara lo que se pidiera. Pero en el resto de mi familia también
había talento. A mí, lo que me más gustaba era cantar y que me acompañaran con
arpegios y acordes (aunque entonces no conocía esos nombres). Si había una
oportunidad de destacar en alguna fiesta familiar o en alguna reunión del
colegio, allí que me presentaba yo, voz en ristre a recibir aplausos y
alabanzas. A eso me acostumbró mi abuelo, al reconocimiento por el talento y el
buen hacer en la música. No puedo juzgar yo mis actuaciones infantiles, pero
los ojos de orgullo de mi padre y abuelo me hacían pensar que no lo hacía mal
del todo.
Para mí, los aplausos eran vida. Quizás por eso llevo
persiguiendo la aprobación de mi familia, mujer y amigos de casi todo lo que
hago. No me siento orgulloso, sólo lo acepto e intento cambiarlo. A veces
pienso que perder los aplausos del público por dejar de actuar, fue lo que apagó
poco a poco a mi abuelo, aunque nunca dejó de tenerlos, su salud le hizo dejar
de actuar poco a poco. Con él, nacieron “Los Mochicas del Perú”, y con él
tenían que terminar. Dudo que surja otro talento igual. Espero que las nuevas
generaciones me quiten la razón. Intentaré abrir la funda más a menudo, y
volver a pensar en mis abuelos. Os quiero. Gracias por la guitarra abuelo.
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