No recuerdo bien el número del autobús, ha pasado mucho
tiempo. Solo recuerdo que me llevaba de la rotonda de Juan Pablo II en Bellavista,
hasta el colegio San Agustín en San Isidro. Todas las mañanas cogíamos ese bus
(cuando por motivos que ya no recuerdo mi madre dejó de llevarnos a clase…) que
era de los más modernos de la lima de finales de los 80: no tenía cobrador
propiamente dicho, lo hacía el propio conductor, y no estaba atestado de gente;
claramente eran otros tiempos…
Tantas veces hicimos ese camino mi hermano Jose y yo, que
descubrimos rutas alternativas, no siempre más rápidas, y desde luego no más
baratas… Pero hacía que llegáramos a casa más tarde. Quizás no lo quiero
recordar, pero nunca teníamos prisa por llegar a casa, éramos tan jóvenes que
disfrutábamos del viaje…
Una de esas rutas, nos hacía pasar por el restaurante de mis
abuelos, en el Jirón Carabaya. Los mejores momentos los he pasado allí, y
aunque la oscuridad muchas veces me jugaba malas pasadas, me encantaba ir a la
cocina y picar de todo lo que allí se había preparado para vender… Más de una
vez tuvieron que venir a buscarnos porque se nos hacía muy tarde allí, pero nos
gustaba pasar ratos agradables allí, jugando, corriendo entre las mesas y
tomando refrescos y chifles sin límite…
Especialmente recuerdo una de las veces que no fuimos a
clase porque llegamos tarde. La puerta del colegio estaba ya cerrada y no te
dejaban entrar, así que nos fuimos donde no nos buscarían: al restaurante. Pero
a esas horas de la mañana estaba aún cerrado, por lo que llamamos a casa de mi
mamá Vilma que era la casa de al lado. Nos abrió, pero lejos de reprendernos,
nos advirtió de la inminente llegada de mi padre. Sólo nos dio tiempo a
meternos debajo de un armario, con mochilas y todo, mientras ella corrió a la
cocina a preparar el desayuno.
Mi padre conserva la misma forma de caminar desde que tengo
uso de razón. Paso firme, rápido y una frenada con 3 deslizamientos de suela
que, aunque sus hijos hemos intentado emular, no hemos sido capaces. El sonido
de esos pasos tenía muchos significados para mí (la mayoría de veces, según mi
comportamiento), en esa ocasión lo que sentí fue pánico: yo no debía estar ahí,
no debí haberme llevado a mi hermano allí (aunque no fue precisamente a
rastras), y no debí involucrar a mi mamá Vilma en esto. Me había metido en un
buen lío.
Justo cuando pensaba salir y confesar, con lágrimas en los
ojos, escuché la conversación entre mi padre y mi mamá Vilma. La naturalidad
con la que esa mujer convenció a su hijo de lo agradable de su visita, que si
iba a venir a comer, que si sabía lo último de su padre (mi abuelo) y de la
cantidad de trabajo que tendría acumulado por venir a visitarla… “Vaya nomás a
trabajar hijo, más tarde viene y le preparo el almuerzo…” Todo para que se
marchara en menos de 20 minutos y pudiéramos salir, desayunar y “arrancar
corriendo en un colectivo a casa que si no al final me van a castigar hasta a
mi…”
No voy a olvidar que me enseñó a hacer arroz en tu estancia
en Madrid (mis hermanos aun lo envidian y sólo Ysa ha conseguido superarme),
que fue mi madrina de bautismo y que, hasta ahora, cada vez que me veía, me
preguntaba si estaba de pena, porque se me veía muy flaquito… No mamá Vilma, no
voy a olvidar el tipo de mujer que fue usted, ni lo feliz que hubiera sido de
tener a mis hijos en sus brazos. No voy a dejar de preguntarme un segundo
porque no la llamé siempre que tuve ocasión, y porque en un mismo año la he
perdido a usted igual que a mi papá Nico. No.
Sólo me quedará el consuelo de saber que ese día mintió por mí
y por mi hermano, que nunca se supo hasta hoy y que siempre pude confiar en
usted. Hasta siempre mamá Vilma. Ahora sí que estoy con pena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario