Hoy, no sé porque, no he tenido mi mejor día. He discutido
con Gonzalo, Darío se ha dado un golpe fortísimo, y encima le he dado a otro
coche mientras iba marcha atrás… Se podría decir que lo último que necesitaba
era un ser peludo y negro, respirándome en el cuello y revolviéndose en el
asiento hasta encontrar la postura correcta. Pero en el fondo de mi corazón,
eso me habría venido muy bien hoy, hoy era uno de esos días, en los que añoro
sentir su hocico respirando en mis pies y saber que hasta el peor de los días,
se acaba.
Ya ha pasado un año, Turco, y aun no me he quitado de la
cabeza esa mirada de despedida que me dedicabas mientras te decía que te
quería, mucho, que me perdonaras y, que todo lo que se hacía a tu alrededor, se
hacía por ti. En el fondo de mi corazón sé que es y ha sido lo mejor, que no
hubiera soportado verte sufrir u oírte aullar por la noche de dolor. Pero esa
mirada sigue clavada en mi retina y en mi pecho, y no parece que vaya a
desaparecer.
Y es que lo más seguro es que prolongar tu compañía, solo
hubiera supuesto innecesario dolor. Casi no podías andar, casi no comías y
apenas tragabas unas gotas de agua. No es así como te recuerdo ahora, no es así
como vives en mí… No creo que vuelva a aparecer en este mundo alguien con tu
talento para el camelo o tu fidelidad. Formas parte de esta familia desde el
momento que subiste las escaleras de la calle Jaén, y parte de mi vida desde
aquella fatídica tarde que esquivando una temprana muerte, acabaste en casa “sólo
por unos días”.
Hoy hubieras ladrado un par de veces y habrías evitado que
Darío, en su ansia por empezar a andar, se hubiera subido donde no podía
sujetarse… O pasando por allí, te habrías llevado el grito tú en vez de
Gonzalo, y no habríamos entrado en ese bucle de cabreo que ha sido nuestro día.
Y al final de la noche, habrías acurrucado tu cuerpo en mis pies, diciéndome
que ya había pasado todo, y que mañana sería otro día.
No puedo negar que te echo de menos, pero al menos
identifiqué las señales para que no tuvieras que sufrir. No podía permitirlo
después de todo lo que me has dado: protección, cariño, compañía, amistad.
Aunque lo duro de verdad para mí, ha sido éste verano. Aquella casa no es la
misma sin oírte ir a la cocina a beber agua, arrastrarte bajo el sofá cama del
salón o respirar en mi lado de la cama. No negaré que el último verano que
fuimos juntos, tu y yo nos dimos cuenta que los paseos eran más cortos y entrar
a la “Dolce” era un pequeño pero necesario suplicio. Cada rincón del
Algarrobico echa de menos tu olisqueo y yo derramé una lágrima por cada segundo
que allí pasamos juntos.
Desde que te fuiste, no he vuelto a ser la misma persona. No
he cambiado, no quiero decir eso, pero no creo que vuelva a ser el de antes.
Muy poca gente puede entender que, para mí, fue la primera pérdida cercana, que
para mí no eras una mascota, sino parte de mi manada. De hecho somos ahora una
manada porque tú nos lo has enseñado, y ten por seguro que mis hijos así lo
sabrán. Por ese motivo, no está en mi cabeza ni en mi voluntad adoptar otro
amigo como tú, porque cada vez que miro a tu rincón favorito y pienso en ti,
una lágrima de pena y rabia baja por mi mejilla, porque me gustaría haber
podido detener el tiempo, aquella tarde lluviosa en tu sitio favorito, “el
paraíso de las pompas”, y que hubieras podido explotarlas una y otra vez por
toda la eternidad.
Hace un año, las lágrimas no me dejaban ver que no era el
único en sufrir. Ysa, y sobre todo Gonzalo, notaron tu partida y no supe estar
a la altura, más bien era una carga más. Ya ha pasado un año y han pasado muchas
cosas. Conoces a Darío, aunque no pudiste verle la cara… Te habría encantado su
sonrisa y lo mucho que se fija en su hermano para todo. Gonzalo ya es un
pequeño “adulto” que empieza en el cole de mayores… Lo que habría fardado allí
contigo recogiéndole, no lo sabe nadie. Casi tanto como aquella tarde en la
que, ya mayor y cansado, le plantaste cara a aquel perro enorme que se marchó
al verte cuadrado entre él y el carro de Gonzalo. Ese día presumí de amigo, te
dije que te quería y te ordené que no te marcharas nunca. No pudiste hacerme
caso. Obedecer nunca fue tu fuerte.