En el fondo sé que estoy haciendo lo correcto, mi mejor
amigo no se merece terminar sus días débil, triste y apagando su luz a
velocidad de vértigo… No. Su instinto le hace débilmente levantar la cabeza,
desentumecer los músculos y forzosamente ponerse de pie… La comida siempre ha
sido su perdición, y ya no le interesaba lo más mínimo…
Hasta aquel verano, nunca le había visto de esa manera, correr de un lado a
otro, saltar enormes distancias entre las terrazas de “El Algarrobico” y
olisquear cada centímetro de la que, desde ese momento, ya sería su casa. Ysa y
yo no tuvimos dudas al respecto, sabíamos que le iba a encantar. Lo que no
sabíamos era que haría el lugar tan suyo, que a día de hoy, seguro que las palmeras
tienen las hojas más bajas, el pez pierde color y el levante se marcha
disgustado para que el mar apacible le llame a darse un baño por última vez…
Nunca le importó hacer más de 600 Km cada temporada de
vacaciones para estar tiempo con nosotros, ni en un Skôda, ni en un Laguna, lo
único que le importaba era buscar la sombra hasta llegar a casa… Tampoco
quedarse en el coche a la sombra para que el imbécil que escribe, pudiera
entrar a comprar en un supermercado inglés… O quedarse fuera en un restaurante
esperando a que saliéramos, porque en su cabeza (y por suerte también en la
nuestra), siempre salíamos. Os aseguro que los viajes en coche no volverán a
ser los mismos: Gonzalo no estirará la mano y le dirá que debe ir sentado, ni
él cerrará los ojos asegurándose que el enano ya lo había hecho…
Pero lo más duro será volver a casa después de algún partido
o concierto. Las cenas no volverán a ser las mismas, ni los ratitos de tele
dormitando en el sofá sintiendo su aliento al lado (y en invierno su calor bajo
los pies). Si salgo tarde, volveré a cenar solo (como con 20 años al volver de
fiesta o de trabajar en Telepizza), nadie se tumbará debajo de la mesa a
esperar que mi torpeza le diera un poco de lo que se había acostumbrado a no
pedir, ni se levantará de un brinco para acompañarme a la cocina a ver si le
daba lo que había sobrado en el plato y le alegrara el pienso. Quizás de
momento la única solución sea llegar a casa cenado y subir a la cama para huir
de los recuerdos, aunque sea imposible no mirar a sus lugares favoritos en casa
y buscarle inútilmente…
El carácter de Gonzalo es una mezcla de varias cosas, todas
ellas importantísimas: la primera es la inteligencia de su madre y su forma de
afrontar los problemas que le hacen tomar las decisiones correctas ante la
adversidad. La segunda es la sensibilidad de su padre y su pasión por la música
y la inmediatez de los deseos. Pero la que me importa es la tercera, la
capacidad de compartir, de empatizar y de mostrar cariño que ha aprendido de
Turco. No dudo que su hermano lo aprenderá también, que los tres que quedamos
en casa nos repartiremos ese trabajo… Sólo espero que Gonzalo, si algún día
pasa a formar parte de los locos que compartimos la vida con un amigo canino,
recuerde a modo de flashes a este labrador negro que le enseñó tanto y que no
será capaz de recordar del todo…
Hace mucho dije que le contaría a Gonzalo la historia de
Nala, aun espero el momento adecuado. Mi tarea aumentará ahora que tengo que
contarle la historia de Turco…
Siempre que me preguntan, cuento que fue en 2002 cuando
llegó a pasar unos días a casa hasta encontrarle dueño, que el desalmado que lo
compró, quería darle un estropajo frito para que le reventaran las tripas, y
que mi hermano Jose le rescató. Efectivamente días después encontró dueño, un servidor, y después de tener 11 cachorros con Nala, destruir una puerta o
escaparse a dar vueltas por un portal, nos acompañó a Ysa y a mí a nuestra
aventura de vida en común, y nunca más nos dejó. De un cuarto sin ascensor que
subía y bajaba con más alegría que sus dueños, donde vivió como un rey y
descubrió “El paraíso de las pompas”, pasando por conocer su segundo hogar en
Almería, donde nunca pensó pudiera llegar, a la casa que compramos en La Elipa
donde se encontró la mayor sorpresa de su vida: Gonzalo y su nueva situación
familiar… Y cuando ya se había acostumbrado a él, vamos y le damos un hermano…
Supo sobreponerse a todo, así ha sido su vida, ya sólo le
quedaba preparar su retiro y empezar a descansar, a dejar que sean otros los
que ladren reclamando territorio, a pasear distancias cada vez más cortas o a
luchar con las malditas escaleras que le han acompañado más de la mitad de su
vida. Hace unos días nos dimos cuenta que ya no podía más, que su llama se iba
apagando poco a poco... Por suerte tiene el mejor veterinario del mundo y nos
confirmó que no se podía hacer más. Ya solo quedaba convencernos y tomar la
decisión correcta para que no sufra. Siempre he dicho que quería para él lo
mismo que para mí, y es lo que va a tener y será mi cara lo último que vea,
para llevarse con él mi recuerdo y mi amor eterno (y seguro que litros y litros
de lágrimas). Tal vez luego ya no tenga fuerzas de escribir, pero no quería
dejar de recordar cada instante de lo que ya es suyo…
Las personas que han pasado por eso, me dicen que tengo que
pensar en la buena vida que le he dado, en lo mucho que le he querido y en los momentos
que hemos compartido, que seguramente será lo que más recordemos. A mi ahora
solo me viene a la cabeza el momento que llevo soñando 2 noches, mirarle a los
ojos y decirle adiós a tu mejor amigo. Nunca fui muy valiente, y sé que hoy
debo serlo; es solo que a veces me gustaría no pertenecer a ese grupo de
personas que tienen que pasar por eso. Solo quiero que, cuando Gonzalo me
pregunte por él, tenga la entereza de decirle que Turco se fue a jugar con Schatz, Bauschan, Nala, Noa y el resto de sus cachorros, que ya no va a venir a casa porque allí
está mejor… Hasta que mi niño, sin comprenderlo del todo y para ahorrarle
dolor, mire al rincón bajo el espejo, junto a la escalera, y diga mientras
mueve el brazo: “Adiós Tuco”.
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